El 9 de Abril de 1609 empezaba a labrarse uno de los episodios más tristes de la Historia de España. El Rey Felipe III decretaba la expulsión de los moriscos, los descendientes de los musulmanes convertidos al cristianismo desde hacía más de un siglo.
En la expulsión de los moriscos se puso de manifiesto el poder del odio, del resquemor, de la venganza del ser humano e incluso del afán de protagonismo. Estos sentimientos se aunaron y desembocaron en una medida desproporcionada que acabó con la expulsión de más de 300 mil personas.
La expulsión fue una aberración en toda regla, pero el aislamiento de los propios moriscos no suponía una ayuda precisamente, amén de la amenaza que suponían las diferentes rebeliones que hubieron en la Península a lo largo de un siglo. Ese aislamiento, y la desconfianza creciente que producían en gran parte de la población, respaldado por la corriente crítica europea que discutía la cristiandad de España por la permanencia de otras minorías religiosas, conduciría a Felipe III a tomar semejante determinación: la expulsión de los moriscos fuera de las fronteras de la península.
Sucesos catastróficos como la expulsión de los moriscos o el holocausto nazi, salvando las distancias, son la punta del iceberg de una serie de crímenes físicos y psicológicos que ponen
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